martes, 22 de noviembre de 2011

¡El espectáculo debe continuar!


Esta mañana me levanto un poquito antes para correr. La situación lo merece. Hoy hacen doce años. Correría con Dumi, pero debe de estar dormido todavía, porque no ha dado señales de vida. Ok. Voy solo. Es más, debo llegar con prisa hasta el vialia, y si voy acompañado de alguien corro el riesgo de pasarme del tiempo.

Doce años. Hoy me sigue pareciendo ayer. Recuerdo perfectamente aquel día. Era lunes, y estaba ya algo de los nervios porque el viernes empezábamos los exámenes. Era el año que ponía fin a la década de los 90, y yo pondría fin al C.O.U., lo que significaba que entraría en la Universidad al año siguiente.

Aquel día comí cerca del colegio con algunos compañeros. No comí demasiado. Solíamos comprar un bocata, pero ese día se les apeteció un menú. Y éste tenía pescado, y yo no tenía muchas pelas para pedir otro plato. Salíamos como todos los lunes a las 17,30, y yo iba directo a coger el 20. Llevaba cogiendo esa línea de autobús cuatro años, y me sabía de memoria los horarios. Pero un compañero que hacía ciencias me retuvo unos minutos: me pidió que le acompañara a Krauss, a recoger unas fotocopias. Yo hice 3º B.U.P. ciencias, pero en C.O.U. me pasé a letras: iba a hacer económicas, mi segunda vocación (la primera era la de magisterio, pero a mi familia no le parecía buena idea).

La cosa es que en la copistería había una cola de "¡apaga y vámonos!". Aunque Fernando "el Pirita" insistía en que le siguiera acompañando, miré el reloj -el Viceroy que me regaló mi padre hacía un par de años- y a otros dos compañeros que estaban un par de cruces más abajo, y salí deprisa. Lo último que recuerdo fue eso. Salir deprisa. Debí cruzar demasiado deprisa aquel paso de cebra.

A partir de ahí, empezó una especie de circunstancias cíclicas al estilo de "Atrapado en el tiempo": siempre me despertaba, no tenía ni idea de qué hacía ahí, inmóvil, sin poder hablar en una cama, rodeado de otras camillas, y monitores con líneas y luces, y acaba contando cuantas losetas había en el techo. Es más, contaba las de una linea en horizontal, otra en vertical, y las multiplicaba. Con los repetidos despertares empecé a tomar conciencia de que estaba en un Hospital.

En una ya pude ver a mis padres. Yo tenía en mente -no sé por qué- que estaba en el hospital porque un amigo me hizo ir con él en una furgoneta, y había robado un banco o algo así. Los efectos de los sedantes que me tenían puesto, supongo. Cuando ya vi a mis padres con gestos intenté preguntarles porque estaba ahí. Me facilitaron una pizarrita de rotulador y pude hacerles ya la cuestión. La respuesta me la dio mi padre: "Te pilló un autobús".

Que tranquilidad. No era yo el culpable de un robo. Buf… Pero la cosa fue grave: sufrí un traumatismo craneo-encefálico, y un consecuente problema en los pulmones. Lo de la cabeza se solucionó rápido. Los segundo, tardó un poco más. Y llegaron a decirles a mi padres que se despidieron de mi.

Cuando tomé plena conciencia -es decir, subí a planta, y fueron quitándome tantos tubitos- vi la gran cantidad de personas que habían estado allí en el momento difícil. En los largos días habían rezado y acompañado a mi familia muchísimos amigos, el seminario al completo, gran cantidad de Iglesias y comunidades religiosas habían orado por mi sin siquiera conocerme ni a mi ni a mi familia. Sorprendente.

Voy llegando al Vialia y tengo que parar para sacar dinero. Hoy voy a llevarles para desayunar a mis compañeros unos donuts del Dunkin, que abre a las 6,30. Son las 6,25. Voy bien de tiempo. Cuando me detengo, me paro también a pensar en cuantas personas que día a día estuvieron allí, y ya no están. Han pasado doce años, y han pasado volando.

Saltan a mi memoria la prima de mi padre, Mariquita, que llamó muchas veces; Encarnita y Agustín; D. Constancio; mis tías Magadalena y Remedios, y mi tío Claudio; Remedios, Manolo y Toñi (de ella, me enteré hace poco), vecinos del bloque; y muy especialmente mi abuela. Cada día me acuerdo mucho de ella. Hace poco más de siete meses que nos dejó, y no dejo de recordar cuanto tiempo pasé con ella, y cuanto estuvo ella conmigo en el hospital, cuidándome en la casa…

Me pongo en plan nostálgico con la bolsa del Dunkin entre los brazos, y casi me veo obligado a detenerme. Ahora tampoco puedo correr porque los donuts pueden salir por los aires, pero no debo pararme. La vida sigue. El tiempo pasa volando, y muchas veces en muy poco tiempo pueden pasar muchísimos acontecimientos, momentos buenos y otros amargos. Pero nunca se detiene: el tiempo sigue, y yo con él. Y es que ¡El espectáculo debe continuar!

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