viernes, 25 de noviembre de 2011

¡El espectáculo debe continuar! (y van 2)



Unos cuantos días sin dejar de correr, pero sin hacer distancias largas, hacen que el cuerpo se resienta bastante. Además, tengo pendiente hacer 30 Km, que todavía no los he hecho, para ir bien preparado a la maratón. Está en el plan de entrenamiento, pero… digamos que las últimas semanas me he hecho unas cuantas piardas del entrenamiento, por falta de tiempo (no es pereza, que conste).

Por eso, cuando el miércoles empecé a planificar y organizar el jueves, me vino de perlas que toda la tarde fuera de estudio, y hasta las 21 no teníamos la cena. ¡Genial! - me dije- entonces el jueves después de almorzar, salgo y hago los 30 kilómetros. Dos horas y media aproximadamente, y sin parar.

La comida tenía que haberla hecho un "poquito" mucho más ligera: un atracón de macarrones tendría efectos negativos en la inmediata incorporación al trote ligero. Pero valía la pena. El plato me gustaba y yo tenía mucha hambre.

Empiezo a correr a eso de las 15,30. Buenas velocidad, buena música. Genial. Empiezo a pensar en el martes. Eché mucho de menos a los que ya no estaban, sí. Pero también tuve -y tengo- muy presentes a los que siguen estando. Y saltan a mi memoria tantas y tantas personas a las que quiero horrores -familia y amigos-, y que siguen ahí, y se preocupan por mi, y me dejan preocuparme por ellos. Y por supuesto la gran cantidad de amigos que el Señor me ha ido regalando en los últimos doce años, y que han supuesto y son una parte muy importante de mi vida. Eso me reconforta. Llevo diez minutos corriendo y los macarrones ya se me suben… buf… ¡lo que me queda! Me planteo el desistir y dejarlo para otro día, pero ¡no! ¡debo continuar!

Y por supuesto también recuerdo a las nuevas vidas que han nacido, y muy especialmente mis cuatro sobrinos. ¡Impresionante! ¿no? No solemos pararnos a pensar en la grandeza que es una nueva vida. En ese nacer, en ese momento en que una nueva criatura abre los ojos y contempla el panorama. Antes de empezar a coger rabietas y chillar desmesuradamente, claro. En esos cinco minutos que lo sostienes en brazo, y el chaval en cuestión abre sus redondos ojos como si fuera un sapo. Hum… pensar en un sapo me da nauseas. Y los macarrones se me repiten. ¡Ay! que solo llevo 3 Kilómetros y medio.

Sigo corriendo. Y aunque me siento tentado en dar media vuelta antes por el estado en el que me encuentro, sigo adelante. No miro hacia atrás. Mirar hacia atrás es la peor decisión que se puede tomar. Entonces es cuando saltan más dudas, más miedos y fobias, de lo que podía ver hecho, de lo que he dejado, de lo que fui y no seré. Pero miro hacia delante, y recapacito en mis miedos al futuro. Aun no sé si aguantaré los 30 kilómetros. Pienso en que probablemente no, pero ¿quién sabe? Yo sigo, y lo dejo en manos de Dios. Claro que hay que reconocer nuestras limitaciones, pero no ahogarnos en ellas. No somos dioses, así que no tenemos derecho a opinar sobre nosotros mismos como si fuéramos Dios, sino que debemos actuar desde Él. Hacer lo que está en nuestras posibilidades. Y ya llevo 7 kilómetros. Genial. El estómago ya no me da tanto por saco.

Hace un par de semanas, leyendo "Llamados a la vida" de Jacques Philippe, el autor contaba el caso de una religiosa que había aprendido por la experiencia a que lo mucho que planeemos para el futuro -en cinco o seis años- puede verse troncado en un minuto. Esto cambia nuestra vida por completo. Así que ella había optado a actuar según lo que puede en ese momento. Si puede, genial. Si no, si surge algún contratiempo o está limitada por sus capacidades, entonces ya desistirá. Diez kilómetros. Doy media vuelta porque repetiré cinco kilómetros de ida y cinco de vuelta para volver al mismo sitio.

Esos diez kilómetros se me pasan volando. Me estoy exprimiendo al máximo. Ya se resienten los músculos, pero puedo seguir. Reduzco la velocidad para beber algo de líquido, y vuelvo al mismo ritmo de 12 Km/h. El problema está en el kilómetro 20. Ahí ya mi cuerpo está especialmente agotado. Bebo lo que me queda en la botella. Mi estómago vuelve a dar señales de vida, y especialmente con gases y movimientos de las tripas. Pero debo seguir. Si he llegado hasta ahí, puedo hacer más.

Y además, en cuanto vuelva al seminario, tengo que estudiar latín. Tengo un examen al día siguiente. Mientras corro, recito con la música las declinaciones. -us, -e, -um… -us, -us, -um… Las cinco declinaciones, en masculino, femenino y neutro; en consonante, en falsos imparisílabos. Sí, ¡me lo sé! Kilómetro 25, ya estoy en los baños del Carmen. ¡Bien!

Pero en el kilómetro 28 el estómago se me sale por la boca. Las piernas me medio sostienen, sí, pero tengo la sensación de que voy a hacer la gracia. Opto por hacer los dos kilómetros que me quedan andando. Orgullo tengo, pero no soy masoquista. No vale la pena matarme vivo por dos kilómetros. Otro día lo volveré a hacer, y seguro que mejor.

Hoy todavía guardo agujetas de ayer. Pero vale la pena. Lo disfruté. Y es que el correr, como la vida, es un regalo de Dios. Tiene sus momentos difíciles, los más duros, pero los bonitos, los bellos, hacen que valga la pena.

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