Son las 6 menos diez de la mañana. Escucho llegar la furgoneta de la panadería, y ya me despierto. Remoloneo un poco en la cama. No me levantaré hasta las 6,30. Pero mi cuerpo me pide ponerme ya en marcha, así que me incorporo un poco y empiezo a pensar en el día que comienza.
Y comienza bien, la verdad. Son las 6,25 y ya estoy en pie, comienzo a hacer algo de calentamiento, algunas abdominales, flexiones y ejercicios de espalda con las mancuernas. ¡Y a correr! Una hora, no más. Tengo examen a las 10,30. Pues eso, que comienzo bien el día. Y ayer hice igual. Nada parecido a la semana pasada. Qué semana.
Ya llevaba un par de semanas que a ratos sí, a ratos también, un fuerte dolor de cabeza me atormentaba. Estaba como un zombie tanto en la casa como en el seminario. Y sí, salía a correr. Era la única forma de espabilarme. Pero ya llevaba unos días que la vista por la luz se me cansaba al minuto (benditas gafas de sol), y el sonido exterior era un concierto en mi cabeza. Y ya el viernes… En misa, sentía mi cráneo como aprisionado como si Arnold Schwalzeneger oprimiese los dos hemisferios, y un puñal interior insistía en sacar mis globos oculares. Terminada la misa, salí corriendo a mi cuarto. Persianas echadas, almohada cubriendo los oídos. Llamé al médico, me indicó unas pastillas. Y así estuve hasta el domingo por la tarde. Ni estudié, ni corrí, ni salí.
Pero por obra y gracia del Espíritu Santo (no en vano, el domingo fue Pentecostés) el domingo a última hora estaba ya bien. Hasta enérgico. Me había recuperado. Y además, a lo bestia. La noche del domingo ya estaba planeando como distribuiría mi tiempo de estudio del lunes: tenía que recuperar las horas perdidas, y darle al body el ejercicio físico que necesitaba. Me levantaría a las 6,30. No paré en todo el día. Y cundió. No me sentía tan bien desde hacía tiempo. Y eso me ayudó a apreciar como ese estado de salud y mi estado de ánimo se llevan de la mano. Y como tenemos motivos de agradecer a Dios todos los días como el contribuye para que las dificultades sean más llevaderas. Que Él nos premia. Y nos acompaña siempre. Y seguro que viéndome así, sufría por mi. Lo sentía, porque en la cama a oscuras, no me sentía solo. E hizo el milagro de ponerme bien… y a lo bestia. "Lo que no nos mata, nos hace más fuertes". Pues eso.Que he decidido volver a correr tempranito. Cunde y disfruto más. Ahí me has dado, Señor.