Después de mucho tiempo, me tomo en serio madrugar para correr. Hoy no puedo fallar. He quedado para correr con el amigo de un amigo. No sé la capacidad de esta persona, pero el correr con otra persona me compromete a respetar el horario y la distancia prevista.
Son las 8 de la mañana y él ya está en la entrada del Vialia. Es puntual, y eso es buena señal. Por lo "canijo" que está, da la impresión de que ya ha practicado deporte antes. No presume de ello, no en vano acepta que hoy hagamos doce kilómetros. Empieza la prueba.
Me sorprende. La única vez que he corrido con alguien a esa velocidad es... con mi entrenador. Vamos hablando. Sí, no es un novato corriendo. Le apasiona correr y ha participado ya en unas cuantas competiciones de atletismo. Es más, aunque voy a mi velocidad normal, el hecho de ir hablando empieza a asfixiarme. Mis pulmones de viejo fumador -aunque no soy ni viejo, ni fumo- empiezan a dar la tabarra. Tengo que adecuarme al ritmo controlando la respiración. Puedo hacerlo en seguida, pero me enfrento con una persona que está retomando el correr, y que probablemente me dé mil vueltas en menos de un mes. Eso me motiva.
¿Por qué? Quizás me he acomodado a correr a una velocidad, a un ritmo, determinado recorrido. Él va proponiendo otros circuitos, competiciones, e incide en pruebas de velocidad. Yo no quiero caer en la tibieza de "bueno, yo no puedo ya hacerlo mejor". En todos los sentidos.
Es natural en el hombre acomodarse a una rutina. Es lo fácil. Ya me pasó en el cumplimiento del Plan del vida. Y pensar que ya hago suficiente. No, nunca hacemos suficiente. Siempre podemos hacer más: ya sea en nuestra relación con los demás, nuestra relación con Dios, en nuestra capacidad intelectual o, como en este caso, corriendo. Y -al menos a mi- me apasiona darme cuenta de que puedo hacer más. Nada ni nadie me limita.
Antes de que me dé cuenta, hemos hecho los primeros seis kilómetros, y empezamos la vuelta. Y ya planificamos que mañana volvemos a correr a las 8 de la mañana. Mañana tocan cincuenta minutos de trote suave. Algo menos que hoy, que cumplimos los doce kilómetros en menos de una hora. Genial.
Son las 8 de la mañana y él ya está en la entrada del Vialia. Es puntual, y eso es buena señal. Por lo "canijo" que está, da la impresión de que ya ha practicado deporte antes. No presume de ello, no en vano acepta que hoy hagamos doce kilómetros. Empieza la prueba.
Me sorprende. La única vez que he corrido con alguien a esa velocidad es... con mi entrenador. Vamos hablando. Sí, no es un novato corriendo. Le apasiona correr y ha participado ya en unas cuantas competiciones de atletismo. Es más, aunque voy a mi velocidad normal, el hecho de ir hablando empieza a asfixiarme. Mis pulmones de viejo fumador -aunque no soy ni viejo, ni fumo- empiezan a dar la tabarra. Tengo que adecuarme al ritmo controlando la respiración. Puedo hacerlo en seguida, pero me enfrento con una persona que está retomando el correr, y que probablemente me dé mil vueltas en menos de un mes. Eso me motiva.
¿Por qué? Quizás me he acomodado a correr a una velocidad, a un ritmo, determinado recorrido. Él va proponiendo otros circuitos, competiciones, e incide en pruebas de velocidad. Yo no quiero caer en la tibieza de "bueno, yo no puedo ya hacerlo mejor". En todos los sentidos.
Es natural en el hombre acomodarse a una rutina. Es lo fácil. Ya me pasó en el cumplimiento del Plan del vida. Y pensar que ya hago suficiente. No, nunca hacemos suficiente. Siempre podemos hacer más: ya sea en nuestra relación con los demás, nuestra relación con Dios, en nuestra capacidad intelectual o, como en este caso, corriendo. Y -al menos a mi- me apasiona darme cuenta de que puedo hacer más. Nada ni nadie me limita.
Antes de que me dé cuenta, hemos hecho los primeros seis kilómetros, y empezamos la vuelta. Y ya planificamos que mañana volvemos a correr a las 8 de la mañana. Mañana tocan cincuenta minutos de trote suave. Algo menos que hoy, que cumplimos los doce kilómetros en menos de una hora. Genial.
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