jueves, 29 de marzo de 2012

Mi Via Crucis


Estoy siendo constante. Todos los días, después de comer me escapo para correr 50 minutos. Y disfrutar corriendo esos 50 minutos, con un clima envidiable por la Malagueta, hasta pasado los Baños del Carmen. Y cuando ayer empezaba a hacer los estiramientos, no sólo me enorgullecía de mi perseverancia, sino que también era consciente de los otros propósitos de cuaresma que he dejado atrás o con los que me "he relajado", y no dejan de ser importantes: la oración, la contemplación del Vía Crucis… Todavía puedo, aunque esté en la recta final de este tiempo litúrgico.

Y cuando emprendo la marcha -un poco de calentamiento- me pongo a pensar en quién estoy siendo en mi relación con Cristo. Es decir, quién soy en últimos momentos de vida del Señor, desde que fue condenado a muerte hasta que expira. Mi relación con Él.

Por un lado, me siento un poco Pilato. Voluntariamente le condeno a muerte. Voluntariamente dejo que la opinión de la multitud -de los que me rodean- solape mi fe. Que mi relación con el Señor ocupe un segundo plano. Antes el "qué dirán" que el "quién soy".

En otros momentos me siento Judas. El fanatismo se ve empobrecido cuando los resultados no son los esperados, y a la primera de cambio lo traiciono. Le doy la espalda y le entrego. Por unas cuantas monedas de plata, por el reconocimiento de mis compañeros, o por un no merecido descanso. En todos esos casos, estoy verdaderamente traicionándolo.

Hay circunstancias en que creo ser Simón de Cirene: aquel que salía de una granja, y es forzado a llevar la cruz de Jesús, porque el Señor ya no puede. Al principio siento que esas inoportunidades son injustas… ¿yo? ¿por qué yo? Pero la fe en Dios me ilumina y me hace sentir que esos momentos difíciles son como "oro, que se aquilata a fuego, merecerá premio". Valen la pena.

Y hay días en que me levanto en plan beatorro y quiero ser Verónica, y poder con un lienzo blanco limpiar piadosamente el rostro de Jesús. Y así -desde mi ofrecimiento -Él dejé su santa faz -su presencia- en las tres partes de ese velo -en mi oración, en mi acción de gracias-.

Pero, por último, sé quién realmente soy: no, no soy el Buen Ladrón. Ojalá pudiera tener esa caridad y humildad -sana humillación- en los momentos decisivos de mi vida. Y verdaderamente -y con fe- rezarle que es inocente, que Él es nuestro Salvador. Que Él nos ama. Y nos perdona. Pero sé quien soy: el otro ladrón. Ése, que en el momento ya de la agonía, no deja de culparle -a Dios- de su situación. Y le grito "Si es verdaderamente el Salvador, baje ahora de la cruz". Y a mi también. De esa cruz que yo me he forjado, nadie me ha impuesto.

Y a la espera de Jose de Arimatea y Nicodemo, sé que ya he corrido bastante. Una tanda de abdominales, flexiones y lo que caiga, y vuelta al Seminario.

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